Tras un parón durante las
vacaciones de verano, retomo la actividad del blog con esta entrada cuyo
protagonista es Juan Costa, un humanista aragonés que fue catedrático en las
Universidades de Huesca, Salamanca y Zaragoza. Costa también desarrolló su docencia
en la Corte, siendo preceptor de los príncipes de Bohemia, Alberto y Wenceslao,
hermanos de Ana de Austria, cuarta esposa de Felipe II.
En sus labores como escritor,
Costa trabajó durante muchos años en un tratado pedagógico titulado Gobierno del ciudadano, publicado en su
versión definitiva en 1584 en Zaragoza. El género educativo, de larga tradición
clásica, fue también muy cultivado en el Renacimiento, especialmente un tipo de
obras llamadas “Espejos de príncipes”, escritas por los humanistas europeos para
los soberanos de toda Europa, a quienes trataron de introducir en sus
doctrinas.
A diferencia de lo habitual, el
libro de Costa no está dirigido a ningún príncipe, sino a quienes desempeñaban
cargos de gobierno el sistema político español de la época, especialmente a
quienes ocupaban el puesto de regidor o ciudadano, similar al concejal de
nuestros días. Para su enseñanza, Costa utiliza incansablemente a los clásicos,
los autores cristianos o los humanistas italianos. El uso de citas es
constante, continuo, ininterrumpido: la conversación se teje acumulando uno
tras otro, ejemplos del pasado que le sirven como ejemplo y referencia para sus
contemporáneos.
Costa comienza con su Tratado primero del ciudadano, en el cual se
trata de cómo se ha de gobernar a sí mismo. En esta parte inicial de la
obra, se incide en la importancia de la formación del carácter de la
persona, en sus cualidades éticas:
“El que ha de regir a muchos sea
tal que, con sus virtudes del alma y ejemplos de vida, aproveche a todos y no
tenga vicio que dañen a alguno”.
“La virtud es la mejor pieza del
arnés de nuestro ciudadano”.
“Para el ciudadano, que sólo es
su fin gobernar bien una república y solamente quiere saber lo que para ello ha
menester, basta de aprender las artes que digo de la manera que digo,
comenzando por las que le enseñen a ser virtuoso, como es la ética, que trata
de las virtudes”.
En estas páginas queda clara la
importancia de la educación desde la infancia, pues como señala Costa, “lo que
en la niñez se toma en la sepultura se deja”, y porque “los niños aprenden a imitar
lo que hacen los hombres”. Así, concluye
que: “para esto le aprovechará no poco la buena crianza de sus padres de
pequeño, teniendo cuidado de tenerle en su casa un maestro que particularmente
le enseñe el camino de la virtud”.
Ya en la vida adulta, Costa recomienda
una vida moderada, denunciando el vicio de la avaricia, la ostentación en el
vestido, o los excesos en la mesa con ejemplos como el de:
“Aristóteles y el glotón
Philoxeno, que tanto basaba su felicidad en el comer y beber que las oraciones
que siempre hacía a sus dioses era rogarles le tornasen su cuello tan largo
como el de una cigüeña y su cuerpo como el de una tinaja, creyendo que cuanto
mayores los tuviese más podría comer y más gustaría de lo que bebiese”.
Costa ensalza virtudes como la fortaleza
ante la adversidad: “el filósofo Anaxágoras, cuando le dijeron que un hijo suyo
había muerto, sin demudarse cosa alguna, respondió: sea en hora buena, que ya
yo sabía que, pues lo engendré mortal,
había de morir”.
También la justicia, y pone de
ejemplo la definición que dio Arístides, “a quien le llamaban el justo, y que
preguntado sobre lo que es la justicia respondió: no desear alguna cosa ajena”.
En su opinión, “valen mucho más
las virtudes que las riquezas, ya que todo puede perderse menos la virtud que permanece
con nosotros toda la vida”.
Siguiendo planteamientos
estoicos, Costa argumenta que “el dinero y las riquezas no son ni buenas ni
malas, sino tales cuales el que las tiene. Si él es prudente y sabio en saberse
de ellas servir, son provechosas; y si es indiscreto y usa mal de ellas,
dañosas (…) un hombre cargado de riquezas y desnudo de virtudes y letras es
como una oveja que tuviese el vellocino de oro, no dejando de ser ambos
animales brutos”.
Después utiliza el ejemplo Diógenes
y Alejandro Magno, poniendo en boca del filósofo las siguientes palabras:
¿Quién es más rico? ¿El que teniendo ya muchos
reinos, ambiciona otros?, ¿O yo, que no teniendo sino sola esta pobre capa con
que me cubro esté con ella tan contento que no me da pena algún deseo de otras
cosas?.... Tú tienes por señores y amos los que yo tengo por criados y siervos,
tú obedeces y sirves a los que yo mando y doy de coces, que son nuestras inclinaciones
y apetitos. Desengáñate, Alejandro, que la verdadera riqueza es la sabiduría, y
la más verdadera sabiduría consiste en saberse salvar y regir un hombre, y ésta
no tanto consiste en vencer los enemigos que vences cuanto en vencerte a ti
mismo, que eres el mayor enemigo que tienes.
Finalmente se ocupa de: “cómo
ha de regir el ciudadano a sus hijos, por el ejemplo que ha de dar a otros para
criar los suyos y porque saliendo sus hijos malos resultarían daño de la República y bien común”.
“El primer cuidado que el
ciudadano ha de tener con sus hijos: es criarlos bien en su niñez, porque
entonces podrá imprimir bien en ellos las buenas costumbres que han de tener
cuando grandes, como nos dio Dios ejemplo en los que los animales que, tomando
los de chiquitos, se pueden hacer domésticos y mansos, lo que es imposible
cuando son grandes y hechos ya a la fiereza del campo (...) En fin, que podemos de lo dicho
sacar que el ciudadano, en teniendo hijos, ha de poner diligencia en criarlos,
de modo que cuando vengan a ser grandes vengan antes a aprovechar que a dañar
su República”.
Con esta cita termina nuestro
repaso por el Gobierno del ciudadano, un interesante tratado didáctico representante de una
tradición muy habitual entre los humanistas que siempre gustaron de recuperar ejemplos del
pasado y no dudaron en atribuir a personajes históricos ciertas palabras o acontecimientos
que sirvieran como ilustración de principios morales, valores, y otras
enseñanzas que consideraban útiles para su propio tiempo.
Costa incidió especialmente en
temas como la importancia de la educación, la formación de un carácter
virtuoso, o la consecución del bien común. En este sentido, su obra se muestra
heredera de numerosos planteamientos de los escritores grecolatinos (Marco
Aurelio, Epicteto, Cicerón o Quintiliano), pero también se basa en la tradición
cristiana y en algunos autores cercanos en el tiempo como Dante, Erasmo o Mexía
que formaban parte ya de la cultura de la época. Y tal y como Costa
reivindicaba el valor de las enseñanzas de griegos y romanos, igualmente
podríamos servirnos con utilidad en nuestros días, de las lecciones de este y
de otros humanistas españoles del siglo XVI.